Viendo a Lorca con Jessica y Ella (18 mayo 2022)

Aparezco aquí con dos queridísimas alumnas mías, Jessica y Ella (“E-la”).  Estamos a punto de entrar en el Teatro Español para ver La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. La estatua de Lorca en el fondo de la imagen, en el fondo de nuestra imaginación, en el fondo de 70 años de vivencias mías, profesionales y personales.

Jessica y Ella estudiaron Lorca conmigo el semestre pasado en Wesleyan.  En el seminario vieron la serie audiovisual sobre la vida de Lorca, Muerte de un poeta.  Les recuerdo del episodio dedicado al estreno de Yerma (de Lorca) con la grandísima Margarita Xirgu en el papel de Bernarda, y les indico que ese estreno (y el episodio filmado) tuvo lugar en el mismísimo teatro en el que estábamos a punto de entrar. Les recuerdo que el estreno de Yerma en diciembre de 1934 marcó el triunfo definitivo del dramaturgo que dos años después sería asesinado a sangre fría por elementos afines al ejército insurrecto de Francisco Franco.  Les recuerdo también que homenajes como esta estatua a Lorca no existían en los tiempos del dictador (1939-1975), que la colocación de la estatua delante del teatro más añejo de España (alineada con la estatua de Calderón de la Barca, además) corresponde a los esfuerzos llevados a cabo desde 1980, de forma colectiva, por contar lo que se calló oficialmente en España durante los 40 años de dictadura, durante 40 años de amnesia oficial, aplastante y anquilosante.

No les cuento mis alumnas que yo, por ser hijo de un inmigrante español con 3 años escasos de escuela, nada sabía de Lorca hasta que fui a estudiar en la Universidad de California (Berkeley).  Allí descubrí al Lorca que se veneraba, como en un duelo interminable por la derrota del 39, en los cafés de Greenwich Village (Nueva York) y North Beach (San Francisco), donde bohemios, intelectuales, lo que a algunos hoy se les da por llamar (con desprecio) “progres” o “izquierdosos” sorbían café expreso y leían poesía.  De hecho, mi primer recuerdo de Lorca es del poema “La guitarra,” que aparecía en la pared del café “The Expresso,” cerca del campus.  En la calle Hearst, cerca de Euclid.   

Hubiera sido complicado hablarles a mis alumnas de lo que me bullía por dentro.  Hubiera sido complicado comentarles que el anti-franquismo con el que mi padre me nutrió era político pero que nada tenía que ver con la literatura yo hoy enseño. En su aldea gallega de mi padre no se leía a Lorca.  Se atendía a los cerdos y las vacas.  Las ideas políticas de mi padre se forjaron al calor del hambre y de la necesidad: bajo la vigilancia del cura y el cacique en su aldea, durante dos años en México, en las minas de Sonora, y varios años más en las minas y los campos de pastoreo de California y Nevada, durante la depresión.  Era el liberalismo de Roosevelt, el salvador de trabajadores como él, el político que les dio con qué soñar.  El liberalismo de Roosevelt era el mismo liberalismo que triunfó en los años 30 en España, durante la Segunda República.  De eso mi padre estaba bien enterado, en California, pues leía la prensa de Los Ángeles en español, La Opinión.  Era el liberalismo que Franco machacó con saña y rencor.  Esto también lo tenía claro.

Lo que sí saben mis alumnas es que, de alguna manera, la memoria de Lorca está inextricablemente unida a la tullida memoria histórica española.  Entienden que la recuperación de esa memoria es un proceso incompleto, que sigue adelante, aunque a trancas y barrancas.  Creo, por lo menos, que lo entienden así, a grandes rasgos. Pero verme fotografiado delante de esta estatua con dos alumnas tan brillantes como entrañables, dos alumnas que absorbieron la magia y maravilla de Lorca con admiración y humildad, afecto y afán, me humilla y me hace pensar en todo lo que no podía decirles….

No podía hablarles, por ejemplo, del profesor mío en la U. de Madrid en el año ’71; ¿para qué nombrarle?  La clase nada tenía que ver con Lorca; versaba sobre la novela del Siglo de oro.  Pero los alumnos y las alumnas californianos llegados a la Complutense ese año desde donde el recuerdo de Lorca se unía a lo que en España no se hablaba –la tragedia de la guerra civil, los orígenes ilícitos y nefastos del sistema que le pagaba el salario al profesor en cuestión, casposo y gris como él como el régimen que representaba…– estos alumnos y alumnas no podían anticipar la reacción del Mr. Casposo cuando una alumna tuvo la mala idea de preguntarle: “Profesor, ¿y qué opina usted de la poesía de Federico García Lorca?”  “¿Sabes lo que te digo?” –respondió elevando el tono de la voz, visiblemente molesto– “¡García Lorca es una porquería!” (Dio a la vez un golpe en la mesa como para subrayar su disgusto.) Lo suyo, claro: la Diana, una novela pastoril de Jorge de Montemayor del siglo XVI.

¿Cómo transmitir a mis alumnas la emoción que me produce esta estatua y el caudal de vivencias que nutre y sustenta esa emoción? ¿Cómo explicarles en realidad lo que significa para mí el poder compartir con ellas todo lo que ellas han aprendido a apreciar mientras me callo lo que no saben? Es tan difícil callarse a veces.  Me quedo pensando precisamente en eso: que hay episodios de la historia oral que nos condicionan pero que a veces decidimos mejor callarlos por vete tú a saber qué razones, episodios cuyo recuerdo acaba enterrándose en las fosas comunes de la memoria. Pero, eso sí: que nadie se olvide de la imagen de la paloma que Lorca lleva en sus manos. Eso, ¡no!

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